miércoles, 19 de diciembre de 2007

negocios sucios

En todas las galerías viejas, -especialmente en aquellas que se abren en avenidas secundarias- hay un zapatero, un local que arregla radios y televisores, una receptoría de Clarín clasificados, y una lencería que vende bombachas de vieja y sábanas Pierre Cardin. Sin embargo, en algunas, detrás de todas estas reliquias comerciales, entre una casa de cotillón y una santería umbanda, existen portales a otra dimensión.Escondidos en un firulete de ese gran laberinto de mármol vencido, hay locales que, además de negocios femeninos, son un viaje a una realidad paralela que no atiende las leyes del mercado; empresas diminutas y absurdas que despiertan en la gente siempre la misma pregunta: ¿De qué viven si nunca hay clientes?La anciana polillera, por ejemplo, regentea una suerte de feria americana congelada en el tiempo, cuyo nombre siempre arranca con la palabra “Creaciones”. Su vidriera es un desierto que apena incluso al más insensible de los hombres. No tiene surtido de productos; sólo un par de cachivaches sueltos que exploran el delicado límite entre lo viejo y lo usado: pulseras de acrílico de los setenta, aros de plástico dorado, pelucas roídas, maquillaje vencido, monederos de hule, peinetas de carey, bolsos marineros, anteojos de sol enormes, porta-cosméticos a lunares (con olor a bolso de playa húmedo), talco de violetas y cajas de jabones Heno de Pravia.Todo el local tiene olor a colonia Mary Stuart, a naftalina, a casa de veraneo cerrada, y su ambientación (incluyendo el empapelado y los cuadros) parece la escenografía de algunas viñetas de Isidoro Cañones. Sus únicos clientes son grupos de adolescentes que van a robarse algún adefesio o a probarse sus cachivaches y reírse en los probadores.Otro negocio con síntomas parecidos es una antigua boutique que vende ropa elegante de vieja a precio de oro. Para ponerle un nombre al estilo, digamos que ofrece el vestuario de una sesentona millonaria que toma whisky y maltrata mucamas en una novela de canal nueve. Allí se visten viejas divas del Festival de Cine de Mar del Plata, mujeres mayores que no pueden pagar ropa de diseñador, y abuelas jóvenes que conciben la elegancia a partir de los conjuntos de blusa y pollera en composé.Lleva siempre el nombre de su dueña, por ejemplo, “Graciela Bernardini”, y a veces incluye el subtítulo: “prêt-à-porter” o “diseños exclusivos”. Hay mucha ropa de fiesta, palazos de crepe, carteritas importadas con lentejuelas, remerones de hilo de seda estampados en colores tierra, trajecitos pinzados (a veces marineros), vestidos de “soirée” y conjuntos de camisa y pollera haciendo juego.Los precios –que nunca bajan de los doscientos pesos por prenda- están escritos en cursiva enrulada sobre cartelitos blancos, que dicen muchas veces la palabra “chaqueta”, “de fiesta”, y “degradé”. Hasta hace unos años, cuando se abastecían también en Estados Unidos, agregaban el adjetivo “importado” debajo de cada prenda.Sus maniquíes tienen peluca, pestañas y maquillaje, y siempre miran, altivos, con las manos en la cintura. Lo atiende siempre una señora paqueta, parecida a Olga Zubarry, que explica dedicadamente si la pollera es “de noche”, si “va con todo”, o si la tela es italiana.Otro comercio absurdo es el bazar de gnomos de masa, sahumerios y demás cachivaches olorosos consagrados a la industria de la buena onda. Son locales pequeños con estanterías de vidrio atiborradas de chucherías ociosas para atraer energía, llamar ángeles o armonizar el ambiente, que casi siempre se llaman “Artesanías duendes del bosque”, “Siddartha” o “Energiz-arte”.Estos negocios se abastecen de baratijas en el Once y en el mercado de frutos del Tigre, sin excepción. Las vedettes de la casa son las velas caseras de parafina con incrustación de caracoles o flores secas, las piedritas de vidrio para decorar macetas, las pirámides de vidrio, los candelabros de hierro forjado, las esencias berretas para hornillos, los angelitos de yeso patinado, y los adornos hindúes en cobre repujado.Por alguna razón insólita estos lugares lograron posicionar tres objetos sin pies ni cabeza: el “fanal” (una vela hueca a la que hay que ponerle otra vela adentro), las fuentes feng shui, (unas charolas con piedras y plantas artificiales que tiran agua todo el día) y las ranas de yeso.En general, lo atiende una señora muy pintarrajeada que escribe con faltas de ortografía y repite las mismas descripciones para cualquier producto: “artesanal”, “Ideal souvenir” y “de la buena onda/de la suerte/de la abundancia”. También usa mucho el diminutivo (Canastita tejida a mano con piedritas de colores) y si bien no emplea nombres como “centro de mesa” o “arreglo floral” (porque son más bien utilisimescos), sí menciona las técnicas de manualidades (imitación mármol, craquelado o patinado) como si fuesen procedimientos quirúrgicos muy sofisticados.Por último, existe una suerte de injerto comercial, invasivo como un yuyo, que lentamente se ha metido en todos los rincones de los kioscos, locutorios y mercerías del país: el stand de jabones artesanales y sales de baño.Este comercio nómade a veces no es más que una estantería, una mesa, o una canasta de mimbre. Todos los productos enfatizan su calidad de artesanal, buscando premeditadamente esconder en esa palabra que son salvajes manufacturas perpetradas por las manos roñosas de un ama de casa que compra materia prima en el supermercado chino.Todos los productos tienen la misma presentación. Su nombre (una degeneración inconsciente de Victoria´s secret como “Lila´s garden” o “Maia´s relax”) está impreso en una etiqueta hogareña en colores pastel. El packaging intenta ser femenino, pero grita “pobreza” y “casero” por todos lados: las sales siempre se envuelven en bolsitas de celofán atadas con una cinta bebé al tono, y los jabones en tul cerrado con el mismo lacito tristón. Las más visionarias hacen también sets en canastitas de junco o cajitas de cartón corrugado que compran en una papelera del centro, a la que le agregan espuma de baño (detergente) y una toallita de mano (marca Carrefour).Absolutamente todas estas líneas amateur tienen los mismos hedores -ellos las denominan “fragancias”: floral, lavanda, jazmín, opium, y el color azul siempre, pero siempre, se llama “Marina” u “Oceánica” y tiene olor a desodorante de inodoros.Los jabones son de glicerina (aunque dicen “glicerina y coco” en la etiqueta) y se derriten luego de pasarlos durante dos minutos debajo del agua. Las formas tampoco varían demasiado. Hay estrellas, conchillas marinas, flores, barras, círculos con esponja vegetal adentro, y otras formas maquiavélicas con flores y caracoles en la pasta.Lo que sí varía son los precios. Están las que creen que están montando el nuevo emporio Martha Stewart y hablan de “materia prima”, “mi política” o “primerísima calidad” y están las que, temiendo que bromatología asalte sus garajes con máscaras antigás, cobran 1,50 los jabones y venden las sales por kilogramo.Como sea, no pueden ser muy distintas entre sí, porque la única respuesta posible a la eterna pregunta del consumidor asombrado, es que, o bien hostigan a su familia para venderles sus cositas, o las regalan para todos los cumpleaños, o se compran sus cachivaches entre ellas.

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